lunes, 22 de noviembre de 2010

Te amare, Capitulo I


Capitulo I 

 Primer día de empleo: Mantén la lengua dentro de la boca

 
La frágil figura femenina se dibujaba claramente como una sombra sobre el muro blanco. Sostenía en sus pequeñas manos un osito de peluche relleno de arena que la hacía sentir estúpidamente segura, aún cuando a solo unos metros detrás de la puerta podía oír las suplicas de su madre, implorando a su padre que no las abandonara. El olor a alcohol invadía sus fosas nasales, el humo de los cigarrillos parecía crear formas a contraluz, con las cuales la pequeña Isabella intentaba distraerse, todo en vano, era imposible ignorar los gritos de su madre.

Dejó caer el pequeño osito y llevó ambas manos a sus oídos, apretó los ojos y se apoyó contra la puerta dejándose caer y escondiendo su cabeza dentro de sus rodillas.

— Valiente —susurró sorbiendo su nariz— ¡No pasa nada!

Repitió aquellas palabras como si fuesen un mantra, mientras más las repetía menos convencida se sentía, lo que había comenzado en susurros, poco a poco se habían vuelto gritos entre llanto.

— Lo siento —dijo su madre abrazándola con fuerza—. Pequeña mía lo siento. Te amo con todo mi corazón, no lo olvides nunca.

La pequeña niña no alcanzó a alzar la cabeza para cuando su madre la dejo sola.




   

Abrió los ojos con rapidez y volvió a cerrarlos de golpe cuando el sol que daba de lleno en su cara la encandiló. Sintió su pecho subir y bajar con fuerza al respirar y su frente perlada en sudor, un sonido musical le anunció que todo había sido un sueño, uno malo, pero nada más que eso. Recuerdos de su infancia que se manifestaban mientras dormía.

Solo su inconciente que acababa de hacerle una mala jugada como cada noche.

Tanteó con una de sus manos su mesita de noche hasta dar con el molesto sonido del despertador y luego de ver que este marcaba las cinco de la mañana se levantó de golpe y corrió hacia el baño. No podía darse el lujo de llegar tarde a su primer día de trabajo.

Tomó aire una vez frente al espejo y se examinó minuciosamente de pies a cabeza para cerciorarse que todo estuviera en su lugar y verse correctamente.

Una blusa de seda blanca mangas largas, con botones perlas y unos pocos pliegues en el pecho la hacían ver un poco mayor, por lo tanto le gustaba, los pantalones eran de un tono chocolate que parecía ser el color que primaba en ella. Sus ojos al igual que su cabello tenían un extraño color castaño, mezcla de caramelo y madera.

Tienes los mismos ojos que tu madre —le habían dicho una vez como un cumplido que no hizo más que ayudarla a odiar su propia apariencia. Cada cosa que le recordara a su familia no hacía más que producirle asco. Un asco en el que se escondía para no sentir tristeza y ayudarse a si misma a no auto-compadecerse.

Cepilló su cabello con rapidez y rudeza y lo ató en una coleta tirante.

Volvió a tomar aire una vez frente al espejo y luego de examinarse minuciosamente, decidió que ya era hora de salir.

Esperó pacientemente el autobús que no tardó más de diez minutos en llegar hasta donde ella se encontraba. Lo abordó y observó el camino por la ventanilla sin detenerse demasiado en nada, un único pensamiento surcaba su mente y era el de que por fin tendría el dinero para pagar el cuarto que arrendaba a la señora Harrison. Aquella señora que tanto le había ayudado cuando no tuvo a nadie a quien acudir y quien ahora debido al peso de sus años, se encontraba postrada en cama.

Tenía tan solo diez años cuando su madre la abandonó dejándola a cargo de su padrastro, un hombre alcohólico y golpeador. Le había jurado que volvería por ella, encontraría un trabajo y vivirían tranquilas por fin. Cinco años más tarde, harta de los abusos de su padrastro y dando por hecho que su madre nunca volvería, decidió huir de casa.

Un sonido atronador, seguido de un frenazo que la hizo golpearse contra el asiento delantero, la sacó abruptamente de su ensoñación.

Un exageradamente lujoso Bufori Geneva de color rojo, acababa de cruzarse a toda velocidad, no respetando la preferencia que en ese momento las señales de transito ofrecían al autobús.

— ¡Ricos idiotas! —gruñó Isabella.

Descendió del vehiculo hecha una furia, todo lo perfecto de su día, comenzaba a empañarse por aquel estupido incidente.

El chofer del vehiculo pedía disculpas al conductor del bus y le tendía una tarjeta para que luego se pusiera en contacto con su jefe para reparar los daños, si es que había ocasionado alguno.

A Isabella, quien siempre había creído que no todo se solucionaba con dinero, no le causo gracia alguna ver que mientras todos los pasajeros se encontraban temblando por el susto, los conductores se ponían de acuerdo de esa manera tan impersonal. No le bastaba aquello y esperaba por lo menos una disculpa del jefe del chofer, ella quería que lo reprendieran también por conducir de aquella manera tan irresponsable, por lo tanto sin mirar a ningún lado, camino directo hacía el automóvil y golpeó casi vehementemente la ventanilla trasera de este, hasta que la puerta se abrió, dejando ver a un joven que no superaba los veinticinco años de edad, llevaba un traje gris de diseñador y un lujoso reloj el cual seguramente valía más que las casas de todos los pasajeros, pero no solo fue eso lo que llamó la atención de la joven, los ojos del hombre en cambio si. De un color verde oscuro, casi negros incluso, que resaltaban mucho más por lo nívea de su piel. Sus facciones eran toscas, duras, cual emperador romano, pensó.

El joven bajó del vehiculo con cara de claro fastidio y sin mirarla. Le sacaba por lo menos tres cabezas de altura, pero aquello no la hizo sentirse de ningún modo inferior a él, ella no era menos que nadie.

— ¿Qué ocurre? —preguntó con parsimonia colocando una de sus manos en el bolsillo de sus elegantes pantalones y alzando el rostro al cielo sin mirarla—. ¿Quieren más dinero? —bufó.

— No todo se arregla con dinero —contestó ella observando desde abajo la angulosa nariz de él—.  ¿Sabías que las personas que llevan tanta prisa como tu, son rápidos en todo? —insinuó alzando una de sus cejas y apoyando una de sus manos en su diminuta cintura.

— ¿Ah? —inquirió el joven estrechando sus ojos pero jamás bajando su cara para verla— ¿A que te refieres con eso?

— Pues eso, apuesto que con la prisa que llevas incluso tienes eyaculación precoz —contestó con aquel tono autosuficiente que utilizaba cada vez que se irritaba.

— ¡¿Qué?! —exclamó él claramente sorprendido, incluso sentía que comenzaba a faltarle el aire por lo que soltó bruscamente el nudo de su corbata y bajó el rostro para encontrarse con ella. No sabía si enojarse con aquella castaña o largarse a reír. Nunca le había tocado nadie en su vida que dudara de sus dotes amorosos y mucho menos que de manera tan directa insinuara que tenía algún tipo de falla. Es más, nadie nunca le había siquiera alzado la voz.

— ¡Oh por Dios! ¿Te encuentras bien? —interrogó el joven sacando rápidamente un pañuelo de su bolsillo y colocándolo en la frente de ella al percatarse de el liquido espeso que descendía por su rostro.

— ¿Qué demonios? —acució ella retrocediendo un paso. No le gustaba el contacto físico de ningún tipo, le molestaba, le dolía. Había olvidado que las manos no solo eran usadas para golpear, sino que podían curar, acariciar.

Se tocó la frente y recién ahí notó que de esta salía sangre.

— Mierda —gimió. Aquello no le disgusto nada en comparación con que la única blusa decente que tenía para trabajar, ahora estaba completamente manchada.

— ¿Te encuentras bien? —volvió a preguntar.

— ¿Ah?...eh, si. O sea no…Es que no es nada, no te preocupes.

— ¿Cómo que no es nada? Yo considero que es mucho, por lo tanto déjame a mí ver si me preocupo o no —dijo él tomando el brazo de Isabella y arrastrándola literalmente hacía el auto—. Vamos al hospital a que te vean esa herida.

— ¡No! ¡Suéltame! —ordenó ella intentado zafarse de su agarre, cosa que le fue imposible—. No es necesario.

— ¡Emmet, deja de coquetear con el chofer y vámonos! —gritó él ignorando por completo la negativa de la castaña.

La metió primero a ella al auto con cuidado y luego subió él.

— Soy Edward Cullen —dijo tendiéndole su pañuelo

— ¿Y a mi que me importa quien seas tu? ¿Para que me das esto? —preguntó observando el trozo de tela con las iniciales de él finamente bordadas en un esquina.

— ¿No es obvio? Es para que te limpies eso —respondió Edward frunciendo el ceño, mientras le indicaba a Emmet que pusieran en marcha el vehiculo. No se le daban muy bien las conversaciones con extraños porque desconfiaba de todos.

— ¿Podrías decirle esta vez a tu chofer que no vaya tan rápido?

— ¿Mi chofer? Emmet no es mi chofer, es mi amigo.

— ¿Y por qué conduce tu auto?

— Porque primero; vivimos juntos, segundo; trabajamos en la misma empresa y tercero; ¿qué te importa?

— Idiota —bufó la chica por lo bajo cruzando una de sus brazos sobre su estomago y colocando su otra mano en la cabeza.

No tardaron demasiado en llegar al hospital y luego de unos hermosos puntos de sutura a unos tres centímetros sobre su cien derecha, decorados por un aun más hermoso parche de Hello Kitty y la receta correspondiente de analgésicos, ya estaba lista para volver al trabajo.

— ¿Dónde te llevo? —preguntó Edward una vez que Isabella terminó de agradecerle al doctor—. ¿Está muy lejos tu casa?

— Si. A unas dos horas, más o menos.

— ¿Acaso vives fuera de la ciudad? —intentó burlarse él.

— La verdad es que si. Pero mi trabajo esta muy cerca de aquí. Te agradecería mucho si me llevaras.

— Oh no, olvídalo, el doctor dijo que por hoy tenías que reposar. Mañana podrás ir a tu trabajo y explicar lo que te paso.

— Hoy es mi primer día, no puedo faltar —explicó ella— ¿Aunque sabes qué? No es necesario que me lleves, puedo irme sola.

Avanzó por su lado y caminó en dirección al elevador dejando a Edward con una expresión indescifrable. A ella nadie nunca podría decirle que hacer o que no, a menos que fuese su jefe, por lo tanto soltando el aire sonoramente por su boca esperó viendo como los números marcaban el paso del elevador por cada piso.

— ¡Espera! —pidió acelerando su paso para llegar hasta ella antes que el elevador—. Hagamos una cosa.

— ¿Cuál? —preguntó Isabella sin dejar de mirar los números sobre las puertas de metal.

— Te llevo a tu empleo, explicas lo que te pasó y luego te llevo a tu casa —contestó Edward quien se había detenido al lado de ella y la miraba dudar. Por algún motivo se sentía culpable de haber desafiado a Emmet a conducir mas deprisa para poder llegar antes que los demás empleados a su empresa y provocando de aquella manera, tan infantil, un accidente que si bien no había tenido consecuencias mayores, le había arruinado el día a aquella señorita—.  Además —agregó al ver la duda reflejada en la cara de la castaña—, no puedes trabajar en esa facha.

Los ojos de Isabella se abrieron de par en par y descendió su cabeza para volver a examinar las manchas sobre su blusa. Después de todo, él tenía razón.

— Está bien —se rindió por fin sacudiendo su cabeza.

— Por cierto, ¿Dónde trabajas?

— En CGD —contestó con orgullo.

— ¡Vaya! Entonces dame tu dirección, no será necesario ir a explicar nada.

— ¿De que demonios hablas?

— Cullen Graphics Designs —comentó rascando su barbilla meditabundo, alzando una ceja— ¡Bienvenida a la empresa! Soy tu jefe —explicó sonriendo de lado y manteniendo sus ojos fijos en la cara de Isabella que comenzaba a teñirse rápidamente de rojo.

Definitivamente tendría que aprender a mantener la lengua dentro de su boca para la próxima vez.

2 comentarios:

  1. hola soy nueva en tu blog y me encantaaaa .Besos desde Ecuador

    ResponderEliminar
  2. mejor suerte no ha podido tener xDU!!!
    pobre realmente debe ser un día bastante desastroso

    ResponderEliminar